VIAJE AL NO‐ESPACIO
© 2008, Walter Alejandro Iglesias
http://roquesor.com
wai@roquesor.com
La edición de este libro, así como la de los otros dos de la misma serie, a saber, Las enseñanzas del señor Roquesor © 2000 y La venganza del mutante © 2005, fue un trabajo realizado en su totalidad por el mismo autor, incluyendo ilustraciones y diseño de portada.
Miniprólogo
Aquí continúa la historia de Roquesor, el protagonista de dos novelas que escribí, Las enseñanzas del señor Roquesor y La venganza del mutante, más exactamente la historia de su segundo hijo, Praezar, lo que no convierte la presente en una tercera novela sino que sólo sirve de marco a una serie de relatos, cuentos truncos, aforismos y poesías que hacen el grueso del cuerpo y cuyo hilo conductor es su tono autobiográfico.
Que no se asuste el lector con lo de “autobiográfico”, no es mi intención contar la historia de mi vida, sólo utilizar mis vivencias, más específicamente mi lectura y conclusiones, como forma genuina de expresar entre mis ideas aquellas que considero importantes no sólo para mí, mi única opción a la hora de filosofar teniendo en cuenta que en las letras soy apenas un aficionado (alguno coincidirá en que, mientras la formación es valiosa a la obra artística, el folclore es indispensable). Mi madre es en parte culpable de mi iniciativa, mi niñez transcurrió en un barrio pintoresco, ella solía decir: «Con los personajes de este barrio se podría escribir un libro».
El autor
Creo entender la duda que torturó
a mi padre y a los que le precedieron…
(Praezar, 23 de julio de 2315
según el calendario Vera).
I
Que revele que actualmente piso el suelo de la Tierra por ahora apenas servirá como punto de referencia, tampoco ayudará que les diga que mi finado padre era renegado, pero humano al fin. Pero si para algo han servido los fantásticos viajes que compartí con mi familia ha sido justamente para hacerme notar la importancia de los puntos de referencia. Si con mi discurso llego al término que espero, quedará claro el indicio que significa para la hipótesis de mi padre que yo haya llegado hasta aquí. A manera de legado intentaré complementar las reflexiones de mi padre con las mías, basándome dentro de lo posible en conceptos acuñados a lo largo de siglos de historia por los que han habitado este planeta, a fin de que les sean comprensibles y, quién sabe, útiles.
Toparse con algo del tamaño de un planeta debería haber sido prueba contundente a mis noveles ojos… Mi temprana inclinación al empirismo era comprensible, hijo de una nereida del no‐espacio y de, según él se definía, un “náufrago del inconsciente”, debía valerme de lo que tuviese a mano para conservar mi cordura. Luego, atender a los intrincados diálogos de marcado tenor científico que mi padre mantenía con Dios me ayudó indirectamente, mi Primer Maestro, menos por método que por fe (no le causaba gracia admitir esto), disfrutaba muchísimo en compañía de su singular amigo; durante una de esas largas conversaciones en que mi padre lo apremiaba con los planteamientos más descabellados me fue revelador un fenómeno puntual: la corriente, la irrigación y el calor se distribuían de manera irregular, concentrándose cada vez en un cerebro distinto del aparato. Cabe aclarar que MPH, siglas de multiprocesador híbrido, o simplemente Dios, como él mismo eligió apodarse, es el computador de veintisiete procesadores, mitad electrónicos mitad orgánicos, que estoicamente intentó salvar nuestras mentes en nuestra travesía por los oscuros parajes donde mi madre se había criado junto a sus cincuenta hermanas. Sé que mi relato confunde, ¡paciencia!
Volviendo a lo del empirismo y reivindicando a mis progenitores, tengo que admitir que no sólo las palabras, la experiencia también puede engañar. Nací en el espacio exterior, a bordo del Narval IV, nave de mis padres que aún conservo y, supuestamente, mis primeros cinco años los pasé en este planeta, al que mis padres me trajeron siendo un bebé de meses. Digo “supuestamente” porque al fin corroboro las sospechas de mi papá, el planeta que conocí hace cincuenta y cuatro años terrestres se encuentra en un universo gemelo, una segunda Tierra en una realidad paralela. No dejo de lamentar que papá no haya podido completar el viaje hasta aquí, su auténtico planeta natal, al menos para validar su teoría dado que la nostalgia nunca venció a su espíritu aventurero. Pero no podía pedir más teniendo en cuenta que dejó la Tierra en el segundo milenio de la era cristiana, mientras él recorría el universo aquí transcurrieron más de tres siglos.
Mi papá me contó que tuve un hermanastro, de una mujer con la que él contrajo matrimonio en un planeta extinto mucho antes de conocer a mamá, como se deduce ambos murieron mucho antes que yo naciera. A falta de hermanos biológicos, llenaron el hueco los doce jóvenes que completaron nuestra tripulación en aquel temerario viaje al no‐espacio. Tenían veintipico y yo sólo seis, o me conformaba con jugar solo o me adaptaba como podía a sus salvajadas; no viene al caso que los presente, tal vez mencione a alguno en la medida que el tema que me propongo tratar lo exija.
Guardo recuerdos vívidos de mi niñez en aquella segunda Tierra. Al cumplir cuatro mis padres me obligaron a asistir a la escuela, a lo que llamaban jardín de infantes. Llamaba la atención la torpeza de esos niños, cuando los dejaban solos, en los recreos, no sabían más que correr de aquí a allá vociferando, y en las actividades guiadas su capacidad se limitaba a dibujar garabatos, amasar chorizos de plastilina y por sobre todo a ensuciarse, de ahí que por uniforme llevaban un delantal que, adivino por estrategia psicológica, copiaba en color y motivo al que usaban las maestras, las que de no ser por su tamaño no se distinguían del resto, con los crayones o la plastilina no eran capaces de lograr mejor resultado que los niños. Un poco con sorna, en una ocasión en que nos mandaron dibujar, les hice un esquema que mi padre usaba como una representación de la psique, su expresión al verlo fue la de esos rumiantes domesticados que antaño pastaban en los campos de este planeta.
Pero no me permití a mí mismo aburrirme o compadecerme, algún fruto saqué de mi misión de antropólogo, en esas horas, que consideraba tranquilas y libres, jugué y di vueltas al esquema de mi padre. En los recreos, porque por pura arbitrariedad no me permitían permanecer en esas clases, me colaba en las aulas de los mayores, donde al menos encontraba algún que otro libro y mapas colgados en las paredes. Desde la ventana del aula de quinto se veía el ombú de la plaza en frente de la escuela, me percaté de cómo se asemejaba al dibujo de mi papá. Sobre el escritorio de la maestra había un libro de anatomía, comparé el árbol, sus raíces y sus ramas, con el esquema del sistema nervioso del ser humano. Otra sección del mismo libro mostraba una representación de las redes neuronales, que se parecía a las de las rutas en el mapa de la pared, las grandes ciudades hacían las veces de nodos. En ese entonces veía semejanzas curiosas, hoy me doy cuenta de que cuando uno dibuja hace algo más que representar lo que ve.
Uno no capta lo que ve, sino cómo lo ve. Podemos asociar las raíces del árbol a cómo los estímulos sensoriales convergen en el cerebro, la sensación de calor en toda la extensión de nuestra piel por ejemplo, luego las ramas a cómo las ramificaciones neuronales dentro del cerebro divergen en diferentes decodificaciones en paralelo de dicho instante de sensación. Decir que estas decodificaciones o, dicho más sencillo, imágenes, se yuxtaponen, es una simplificación didáctica, como lo es la metáfora del árbol. Aquí es donde viene a ayudarnos el mapa con sus carreteras: cada nodo neuronal capta en paralelo su propia imagen de cada instante de percepción, lo mismo pasa entre una porción del cerebro y otra. Navegar por el espacio me ayudó a visualizarlo, cada bóveda celeste de planetas ubicados en distintos puntos del cosmos enseña su decodificación particular; algunas constelaciones resultan irreconocibles, otras apenas deformadas, invertidas como en un espejo las intermedias, los cuerpos celestes cercanos ahora son lejanos y viceversa, pero no dejan de ser imágenes del mismo sistema. Viajando de un extremo a otro del cosmos se logra una imagen tridimensional del mapa celeste mucho más precisa que la obtenida de un simple paralaje. La cartografía es más que un buen ejemplo de cómo trabaja nuestro cerebro, el cual es capaz de completar imágenes a partir de visiones parciales porque no las yuxtapone a formas fijas sino a funciones que abarcan multitud de puntos de vista y su interacción. A ciencia cierta, la antigua inferencia de la Tierra plana no se contradice con la de la esférica posterior, la mente preconcibe un mapa general que le sirve de marco a sus observaciones de fenómenos particulares, lo hace partiendo de su misma estructura, condicionada por la interacción del individuo con su medio, por la memoria de éste y la de su especie, su memoria genética. Otro ejemplo análogo son las partículas elementales, hermanas analíticas de los mapas universales, el cerebro preconcibe un marco, menos antropomórfico, menos egocéntrico en la medida que desarrolla su capacidad de abstracción. Sea de lo grande a lo pequeño o viceversa, la mente se agarra de lo que tiene a mano para improvisar un mapa genérico de su entorno, indispensable para la supervivencia. Lo dicho muestra mi bosquejo de la conciencia, la cual, según creo, puede moverse, ubicarse en el sector neuronal que las circunstancias exijan y recoger de un mismo mapa tal imagen específica y tal otra al extrapolarse hacia otro nodo neuronal.
No entiendo cómo puede haber quien se embrolle discutiendo si el conocimiento es innato o adquirido. La evolución del sistema nervioso de cada especie es resultado de la interacción con su medio. La memoria del ADN del animal más evolucionado es resultado de la historia del cosmos. Pensadores antiguos de este planeta ya hablaban del conocimiento innato, del inconsciente, de lo onírico, haciendo referencia al condicionamiento de esta memoria genética. ¡Cómo puede competir la memoria de la corta vida del individuo con la de los milenios de evolución de la especie! Luego, analizando al individuo en particular, no cabe duda de que su memoria, resultado de su forma particular de procesar la información, es patrimonio de su propio cerebro. Es tan difícil que un hombre guarde el recuerdo de un ultrasonido como que un murciélago el de un bonito paisaje. Visto desde esta amplitud, ¿dónde está el límite entre innato y aprendido?
Recuerdo cuánto hincapié hacía mi padre en la pretensión de control del ser humano. Siendo el nombre “conciencia” tan subjetivo como cualquier otro, a lo largo de la historia se habrá adjudicado a diversos fenómenos psíquicos o conjuntos de éstos, me atrevo a decir que todas las definiciones giraron en torno a la pretensión de control que criticaba mi padre. Siguiendo mi camino a tientas, el de las hipótesis, infiero que la vulnerabilidad en la que el animal salvaje cae durante el sueño es el contraste más enfático en cuanto a control que el medio y su cuerpo como subsistema le hacen notar, por consiguiente su estado de alerta en la vigilia, la conexión directa con los fenómenos es su primer atisbo de conciencia. Ir ganando control es lucha diaria de todo ser vivo, por su parte de responsabilidad sobre su propia organización y equilibrio. A esta relativa independencia no la delimita la membrana celular, la historia de la conciencia es la memoria del universo, no somos del todo artífices de nuestras concepciones. Tendemos a sobrevalorar nuestra autonomía, cuando en realidad nuestra conciencia depende principalmente de la parte más primitiva de nuestro sistema nervioso, la que nos conecta con el medio.
La formación de la conciencia en los primeros años de vida depende de la organización de la actividad nerviosa, desde el control de las extremidades, coordinación de vista y manos, hasta la concentración de estímulo en tal o cual sector del cerebro. La memoria de los primeros meses de vida es amorfa, desorganizada, difícil y hasta imposible de evocar; en esta etapa temprana aún es vago el foco de atención, el testigo (Yo consciente), desde que es intrínseco a la organización selectiva de la actividad nerviosa. Cuando empieza a ganar control y a evaluar sobre qué tiene control dentro de lo que percibe, dicho testigo se ve a sí mismo en parte ajeno con respecto a aquello sobre lo que experimenta poca o ninguna soberanía, al mismo tiempo sabe que su cuerpo es en parte suyo porque lo sufre, sus reporteros, sus nervios, le dan constancia de sus funciones y su efecto directo sobre su dicha o desdicha. Por lo pronto, no tiene control sobre la actividad en su vientre, o los deseos, las demandas que nacen del centro del cráneo, esta vez no del sistema nervioso, sino de la hipófisis, parte de otro servosistema, el endocrino, que también se manifiesta como autoridad superior a la suya. No puede dejar de respirar o comer, aunque sea sólo para sentirse de una sola pieza, como más adelante se plantea en algún momento de su desarrollo, de lo único que puede abstenerse en cierta medida es del sexo; cuando su voluntad se propone y determina a enseñorearse del instinto, la sublimación del deseo se erige en pasión, luego en devoción, «Si yo no tengo el control, una entidad superior debe tenerlo», infiere su joven conciencia. Busca primero en su entorno, en el comportamiento de los animales, el devenir de los climas, especialmente al caer la noche, cuando se acerca ese temido estado en el que pierde el control incluso sobre las funciones que parecen obedecerle; la oscuridad, más la droga que emana el centro de su cráneo le inducen el sueño y tergiversan las imágenes, que el temor acaba transformando en demonios. Ahí halla sus primeras deidades, aún no cuajan en institucionalizado Temor a Dios, la joven conciencia del hombre apenas da alarma del peligro inmediato, no cuenta aún con ventaja en su lucha por la supervivencia con respecto al resto de animales, los más fuertes pueden convertirlo en satisfacción de sus deseos, especialmente si lo hallan dormido, indefenso. Aunque la conciencia ya comienza a darle ínfulas, aún da a luz deidades que, como él, son víctimas de sus glándulas, dioses que, cuando tienen hambre o ganas de fornicar, manifiestan su enojo, por ejemplo con catástrofes naturales, de ahí que el hombre intenta apaciguarlos ofrendándoles el sacrificio de algún bicho o alguna joven. Este equilibrio duró millones de años, pero en su insaciable ambición de control el hombre siguió ganando dominio hasta que ninguna especie ni inclemencia fue capaz de mantenerlo a raya, se convirtió en plaga y siguió reproduciéndose y amontonándose hasta formar imperios. Aquellos dioses paganos ya no estaban a la altura de las exigencias, era necesario uno abstracto, invisible, impune a las inclemencias de la humedad y las pintadas, a los reveses de las grietas del alma, de las etnias, de las conciencias individuales y por sobre todo impune al deseo, ¡libre de la fastidiosa necesidad! El concepto “Dios” se volvió inabarcable en espacio y tiempo a la mirada del hombre, representando la impotencia de este último ante ese gran sistema, que en vez de aliviar su miedo le infligió uno peor: la angustia de perderse a sí mismo en el abismo de lo colectivo. Este monoteísmo y los que le siguieron acabaron imponiéndose con promesas a la medida de su ambición, ambición nacida del deseo que mezclado en dosis iguales con miedo se traduce en Voluntad de Poder, monstruo más temible que el que lo acosaba antes de conciliar el sueño en sus épocas salvajes. Para evadir la angustia se entrega dócil a su propio engaño, busca la sensación de control en placebos, modificando su entorno sin medida ni sentido, sólo para volverlo más razonable, predecible, césped inglés y arbustos con formas geométricas son la poca vida que perdona alrededor de la piedra, más tarde acaba cubriéndolo todo con asfalto y cemento. De los animales que quedan a su alrededor, los únicos que implican amenaza son los de su propia especie, que aunque no siguen siempre las reglas del juego (la voluntad de Dios) son también en cierta medida predecibles. Cuando acaba de convertir todo lo que le rodea en víctima de su artificio, cae en una fantasía peor, la de creerse Dueño del Mundo, su apogeo. De ahí en más, dado el estado de aceleración que promueve un camino facilitado, el crecimiento demográfico es exponencial, el calificativo de plaga ya no alcanza a definir su condición, hace más justicia el de “cáncer”. Su degradación y la que él mismo inflige a su entorno se retroalimentan, actividades cada vez más especializadas, rutinarias, mecánicas, poco a poco van limitando su psique a apenas asistir la coordinación de sus extremidades, haciéndole perder la poca independencia que había ganado como ser vivo, aquella responsabilidad sobre su organización, su equilibrio. Por último, siguiendo el devenir de las modas, relega las vicisitudes de sus deseos al dios de turno (sea Estado, Iglesia o Capital) al tiempo que se considera totalmente consciente de todo, especialmente de sí mismo. Esta fantasía es la que provoca la falsa dicotomía entre cuerpo y alma: la mente humana en el afán imposible de verse a sí misma sigue sintiéndose un ente ajeno, separado e independiente en espacio y tiempo del resto cognoscible. Resultado de la suma de estas circunstancias, el hombre moderno se siente más que nunca dueño de su destino, cuando en realidad sus predecesores eran mucho más diestros en el uso efectivo del pensamiento consciente, justamente porque gozaban del cable a tierra, del contacto con la naturaleza. Su antecesor salvaje vivía sumergido en lo onírico, no sufría la fractura entre consciente e inconsciente, cuerpo y alma, cosa pensante y cosa extensa, tampoco entre él y su entorno, era cotidiano para él matar para vivir, al hombre moderno sólo admitir esto le resulta traumático. En definitiva, esta historia de la conciencia quizá sea en realidad la historia de la inconsciencia del hombre, cuyo protagonista es su exacerbada pretensión de control. Hallé en textos de la Tierra hombres despiertos que han retratado este trepar hasta el apogeo y posterior derrumbe en algo que llaman Tragedia.
En vista de esta falta de conciencia es sano invitar a la siguiente reflexión: no pensamos sólo con el cerebro, pensamos con todo el cuerpo. Tal olor, tal imagen, pueden pasan inadvertidos a nuestra atención, pero nos traen tal recuerdo disparando un análisis; pensamos con el medio y, siguiendo la línea de dependencia, puedo decir cosmos. Es el universo el que piensa, como sistema que abarca al resto, a la galaxia, al sol, a la atmósfera, por último a los seres vivos. Nos guste o no admitirlo, nuestro poder es insignificante, somos el último brazo del afluente de un río nacido de un océano que nuestro entendimiento no es capaz de abarcar, somos el último impulso energético de un sistema que nos supera con creces. El inconsciente es ese sistema; la idea del inconsciente no nace por analogía con el cosmos, “es” el cosmos. En el ámbito de su especialidad, los biólogos definen la vida como la capacidad de autoorganizarse, delimitando, definiendo diferentes niveles de dependencia. No por nada, a medida que su conocimiento se vuelve más rico, más complejo, más difícil le resulta definir: la relación entre un sistema solar y la galaxia que lo contiene, la del núcleo y sus electrones, la del mamífero y la teta… Llega el punto en que intuye cuán limitada es su capacidad de abarcar y comprender, cuán insignificante es su “catálogo” de la realidad y desde que no está dispuesto a renunciar ni al terreno que cree haber ganado ni a su ambición, recurre a una simplificación facilista, separa esas formas, esos límites con que decodifica y archiva sus percepciones de una inferida realidad inaccesible. Su último manotazo de ahogado es fabricar una verdad absoluta, asociada a algún fenómeno o idea.
Por más organizado, vivo, consciente que sea un sistema, nunca es del todo independiente. La idea más abstracta no sale de otro lugar que no sea nuestro entorno, del que somos fruto, consecuencia. No nos es lícito descreer de nuestro pensamiento aunque tampoco lo es confundir límites conceptuales con barreras infranqueables, fuera y dentro son parte de un mismo organismo: el inconsciente, el cosmos.
Si encontramos lógica a un fenómeno concebimos un sistema, pero esta apreciación es apenas una entre miles de constelaciones o imágenes de la percepción del fenómeno en un instante determinado. Citando a mi padre, no se puede encontrar la solución a un laberinto desde dentro; no se puede aplicar el mismo método a diferentes problemas, no hay solución que no implique un salto irracional, un salto al vacío desde el punto de vista lógico, observar el laberinto desde arriba. Al limitar el conocimiento científico a asociaciones o deducciones conscientes nos limitamos a recurrir a reduccionismos, a lógica ida en vicio. Como sucede con todas las formas geométricas, pocos fenómenos naturales son ejemplos de fractales, por eso un plano a escala uno en tres millones no contiene los mismos elementos que otro a escala uno en diez mil, distintas observaciones de un mismo fenómeno nos permiten entender que un cenicero está formado por moléculas, y no por ceniceros pequeños. Si nuestro cerebro no contara con acceso a una asociación más fluida, como sucede durante el sueño, en la que las imágenes se procesan a un nivel que a la conciencia le sería patológico, caeríamos prisioneros de nuestra propia lógica frente al primer problema que se nos presentara. Es donde el famoso “paso al costado” viene al rescate, dejándonos ver el laberinto desde arriba y encontrar solución y método efectivo, sin esta capacidad no habría ciencia que prospere. La visión egocéntrica del mundo es, como antes dije, la primera instancia en la observación, luego, de a poco, vamos logrando separarnos del objeto (proceso que en sí mismo es subjetivo), lo que se da en estratos o niveles de comprensión porque, como antes señalé, el paso de una a otra subjetivación (u objetivación, puesto que las dos son parte de un mismo proceso) requiere un salto irracional. Entonces, desde el enfoque que vengo sugiriendo, el irracional es un proceso no muy diferente al racional, aunque a nivel inconsciente, donde la mente maneja una cantidad de memoria infinitamente mayor que en el estrato último del proceso de subjetivación que convenimos en llamar conciencia. Ésta “pierde de vista” la innumerable comparación de imágenes de la asociación inconsciente, de ahí que le quita crédito lógico. La especialización confunde al consciente, que intenta inútilmente independizarse del inconsciente, su progenitor y rector eterno, pretensión de control que es tan autodestructiva como su opuesta, la de vivir en el ensueño.
«Y vio sus manos, que eran inteligencia…», decía mi papá. Escribiendo a máquina a veces me quedo rato varado en una regla ortográfica que no habría sido motivo de duda escribiendo a pulso; pasa más con las palabras comunes, hubo menos control consciente en el aprendizaje de éstas. Hoy suena a herejía que memoria tan primitiva dispute el patrimonio al sacrosanto verbo cuando a ciencia cierta la memoria muscular, que al pensamiento consciente hasta le resulta intrusa, es el cimiento de la estructura, de la gramática de nuestro pensamiento. El aprendizaje primitivo se da a este nivel y es comprensible que estos estratos de memoria se entrelacen con niveles más altos de abstracción, el sistema nervioso de un ser vivo es un sistema “aprendido sobre la marcha”, resultado de la interacción con el entorno a lo largo de millones de años de evolución, es difícil crear un robot que al caminar responda de manera sensible e inteligente en cada pisada a las irregularidades del terreno, este servomecanismo, sin embargo, viene ya dado en todo ser vivo. Al visualizar el rol de nuestras manos en la concepción de una forma y sus dimensiones entendemos la dificultad al discernir la responsabilidad de cada uno de nuestros sentidos en la concepción de tal o cual imagen aprendida. Esto muestra por qué los estratos que antes mencioné no tienen límites precisos, ya se ha vuelto difícil distinguirlos en un sistema operativo de computadora.
Al razonar ignoramos variables, lo que no significa que desaparezcan, con algunas lo hacemos de manera consciente, cuando consideramos que no afectan a nuestras conclusiones, pero apenas intuimos su número infinito detrás de todo fenómeno, de ahí la inferencia del “marco” del que antes hablé. Analizamos un fenómeno particular, como la caída de un objeto en tal dimensión despreciando alguna variable como el rozamiento del aire y concluimos que la trayectoria es recta a sabiendas de que respecto a un eje cartesiano extraterrestre es curva. Este recurso de nuestro pensamiento consciente ha venido siendo sencillo de entender desde siglos, no obstante la historia nos muestra cómo el hombre ha tendido siempre a convencerse de que existe una coordenada absoluta, un marco que contiene estoicamente al resto, fingiendo ignorar que es una variable más o conjunto de éstas, ni más ni menos que otro punto de vista. Contradictoriamente, estos consensos universales, desde que por definición son indomables a nuestro análisis y “póstuma” síntesis, en el fondo nos hacen sentir disgregados.
Forzados a atestiguar qué es real con nuestras manos, nos sentimos igual de indefensos que aquél que corría desnudo, desprovisto de argumentos, en los primeros tiempos.
** End of the first chapter **