LAS ENSEÑANZAS
DEL SEÑOR
ROQUESOR
© 2000, Walter Alejandro Iglesias
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wai@roquesor.com
La edición de este libro, así como la de los otros dos de la misma serie, a saber, La venganza del mutante © 2005 y Viaje al no‐espacio © 2008, fue un trabajo realizado en su totalidad por el mismo autor, incluyendo ilustraciones y diseño de portada.
Miniprólogo
Las enseñanzas del señor Roquesor nació como pequeños escritos que repartía entre amigos del barrio. Arranqué escribiendo para el público que tenía a mano, de ahí los guiños a series de televisión y películas taquilleras y el tipo de humor y códigos. En ocasiones el protagonista y algunos personajes hablan con acento y utilizan términos del ‘lunfardo’, la jerga del ‘porteño’, como se apoda al oriundo de Buenos Aires capital. Otro gusto del argentino que en aquel entonces intentaba satisfacer es la genuina improvisación, especialmente en el humor. Así y todo, no era fácil seducir a los pocos amigos del barrio que tenían iniciativa por la lectura. En resumen, me había propuesto decir lo que yo al menos consideraba importante disfrazado de algo chabacano con tal de no espantar a mis pocos lectores potenciales. Sumando a lo dicho que no cuento con formación académica en letras, se entiende por qué no guardo esperanza de que la presente novela satisfaga al que la juzgue desde el punto de vista escolástico, igualmente, a riesgo de lavar su folclore, intenté adaptarla al público general, porque sé que una vez el lector una los retazos del collage se llevará más de lo que espera.
El autor
Desde muy fuera del Universo,
desde invisibles parajes
llega un nuevo
profeta.
Hoy,
camina
entre nosotros;
vagando por la Tierra,
anuncia la llegada de un fin…
y un nuevo principio.
A los sobrevivientes,
a mis amigos‐enemigos.
I
… y desde la altura vio los eucaliptos empequeñecer, al Dios con Alpargatas jugando con los niños en los Campos Verdes, al Payaso de Mármol agazapado entre los escombros del arte, a la Ñata desparramada en su silla con la cotorra cagándole el hombro, al Pequeño Nico dando vueltas en círculos, intentando escaparse de los hombres… En fin, Porlan convergía en un punto al tiempo que se engrandecía en la Séptima de sus Cabezas. El manto blanco arropó lo que fue, el horizonte volvió a revelarle su redondez y los azules a llenar sus ojos, estrato éste desde donde la Tierra se mostraba hermosa, recordándole su primera experiencia, cuando sobrevolando el maizal de luces se dijo, ¡Cuánta energía emanan estos seres!
Y volvió a retumbar en su mente el severo acertijo, ¿Será esto la muerte? ¡El futuro le aguardaba con su congelado abrazo!
¿Será la felicidad un cínico, bufo reductio ad absurdum? Verán, de cada cardo que la vida plantó en mí va a brotar sólo una púa, pero espléndida, violácea, se erigirá como columna hiriendo un extremo alejado del cosmos. Más y más púas nacerán de mí, las verán abalanzarse en direcciones opuestas, desvelando mi verdadera forma.
Tales fueron sus últimas palabras a sus no‐discípulos, quienes habían ido a despedirlo al escondido paraje del despegue.
—¿Y por qué es necesario sufrir? —balbuceó Son Toniutto, el más sensible.
—No lo sé, mi querido amigo —respondió Roquesor, grave y melancólico—, realmente, no lo sé.
Selló su mirada tierna la puerta de heladera que completaba la hermética carcasa. Y quedó un silbido grueso y a la vez profundo escurriéndose entre las estrellas, vacío de infinita masa que los absorbía a seguir creyendo en ese “no lo sé”.
CÓMO CONSTRUYE SU CURIOSA NAVE
No iba a ser fácil construir una nave espacial, conseguir lo necesario iba a llevar al menos un par de meses. Antes había que planificar, para esto Roquesor tiene su bolsa de churumbeles donde, revolviendo, encuentra el tornillo, el pedazo de cartón, el alambre…, «Todo para algo sirve», como decía su tía Ñata. Luego adaptando o, mejor dicho, resignando la gelatina que uno tiene en el cerebro al dilema geométrico en cuestión, se da forma a la idea. Para semejante artefacto cabía usar el método a escala. Roquesor caminó, revolvió la basura, la chatarra en los baldíos, los fierros de los corralones, ojeó revistas, vio películas y series de televisión…, poco a poco fue reuniendo el material que en una noche de verano gestó la forma final. Ahora el problema era cómo sacarla de la atmósfera.
El convertidor de masa
Tomando unos mates en su taller, Roquesor comentaba los detalles a Son Setaro, aficionado a la mecánica.
—Si pretendo salir del sistema solar tengo que ir aún más rápido que la luz —dice Roquesor.
—¿Le vas a meter naftalina al tanque? —Setaro riéndose.
Esa misma noche subieron la nave a una báscula para depósito, pesaba media tonelada. Roquesor utilizó un horno a microondas roto para bombardearla con radiación, aceleraba sus partículas hasta distintas frecuencias a la vez que testeaba con un afinador de guitarra eléctrica. Después de días de intentos, en la soleada tarde del veinticinco de abril de dos mil uno se dio el hallazgo, las moléculas, todas y cada una vibraron en consonancia perfecta, conviviendo en la longitud de onda adecuada dejaban ver fragmentos de la pared que había detrás, ¡se volvían traslúcidas! A la vez, la báscula indicaba cada vez menos masa, cien, cincuenta, veinte, dos… Al llegar la masa a cero, la nave emitió un destello acompañado de un silbido y desprendió una ráfaga de aire que levantó el polvo en el taller, ¡Sí!, saltó Roquesor al ver la nave convertirse en luz. El Narval, como lo bautizó, estaba listo para su primera prueba de vuelo.
El reloj de Vera
Al mediodía del día siguiente, convenció a Son Tatú para que lo acompañe en el debut de vuelo del Narval. El Golondrino (como apodó Tatú a Roquesor por su afición a viajar) ya había elegido el lugar definitivo del despegue para el Gran Viaje, un paraje escondido en los Campos Verdes. Trenes abandonados, ruinas de galpones, fantasmas de trabajadores y algún gorrión indiscreto serían testigos de la hazaña tecnológica, con su silbido característico, el Narval se desvanecería frente a la vista de todos, en una de las tantas pruebas preliminares.
Roquesor tuvo en cuenta que alcanzar la velocidad de la luz no iba a ser suficiente, tenía que superarla, para esto adicionó a su convertidor de masa plaquetas de una máquina de rayos que con Son Toniutto robaron de la sala de primeros auxilios de Porlan. Otros amigos del barrio, Mencho San y Ariel Vera, también aportaron alguna tecnología, mandos de reproductor de vídeo, un reloj deportivo con cronómetro y una linterna de plástico verde.
Lo primero que aprovechó fue el reloj, venía de maravillas para medir la velocidad de la nave. No había sido fácil elegir el lugar del despegue, aunque en este caso inferior, paradójicamente, la velocidad de la luz seguía siendo un límite y, con trayectoria recta obligada, cualquier obstáculo opaco iba a significar una parada no deseada, o un desvío crítico del rumbo de tener el objeto las propiedades de un espejo o lente. Y no era la preocupación del Golondrino seguir rumbos azarosos, de hecho era su deporte favorito, sino materializarse en una estrella, con el obvio desenlace. No así un planeta con atmósfera pobre desde que había cuidadosamente sellado todos los huecos de la nave, la puerta de heladera antigua cerraba herméticamente, la ventanita estratégicamente situada sobre la cocina a garrafa llevaba burletes de goma bien gruesos y, por si tanta precaución fuera poca, un par de macetas con helechos renovarían el oxígeno. Resumiendo, la luz al chocar no se rompe ni se aboya, pero se puede obstruir, reflejar, refractar, con lo cual el menor riesgo era el despegue vertical en lugar descampado.
Ahora bien, una vez convertida en luz, ¿qué le daría dirección? Esto también había sido resuelto por el ingenioso Golondrino, su convertidor de masa discriminaba las distintas partes de la nave, el cilindro de ladrillos refractarios que conformaba el fuselaje serviría de foco, el secreto consistía en desfasar su conversión unos nanosegundos, mantener su estructura en un sutil punto intermedio entre partícula y onda (al que denominaría “estado NON”) y una vez el resto de la nave estuviera en movimiento se completaría la transferencia de esta parte rezagada.
Así y todo, si no fijaba bien las coordenadas, aun trasladarse de un punto a otro del globo podía resultar peligrosamente incierto. Era imposible en forma directa, había que hacer escala en la Luna o rebotar en algún satélite. La distancia a un satélite no dejaba margen a la prueba de velocidad, no obstante era la opción más práctica para el traslado, hay muchos satélites y a toda hora. Además de estas consideraciones, era conveniente conocer la orografía del destino. Y mejor despoblado, para evitar testigos.
A las cuatro de la tarde seguían con Tatú en la nave mirando la tele y chupando mate cuando al corregir por enésima vez la antena del televisor la dirección trianguló con el destino fijado: La Banderita, sierra situada a unos setecientos kilómetros que el Golondrino conocía de haberla trepado de niño cuando veraneaba en Córdoba. Luego de respirar hondo y mirarse con Tatú, Roquesor movió ligeramente la palanca, su primera fantástica experiencia fue ver cómo sus cuerpos se transparentaban y abrillantaban. Por reflejo empujó la palanca a su posición inicial, ¡recordó que aún no había probado el convertidor en materia orgánica! Sonrieron al confirmar que todavía estaban vivos y en una sola pieza. Tatú se tocaba los huevos. Pero ¡se iba el satélite, no había tiempo para entretenerse!, esta vez tiró de la palanca sin dilación, el televisor perdió la señal, el techito de zinc a media agua que acababa el fuselaje empezó a chasquear y un frío repentino empañó la ventana. Pasó el trapo al vidrio y apareció el mástil aguantando el chaparrón, en la punta aún conservaba la banderita de chapa oxidada, tal como el Golondrino la recordaba de su niñez. ¡El Narval ya descansaba en la cima de la sierra!
—Ya está parando la lluvia —avisa Tatú.
—Conviene esperar a que oscurezca, así ves con claridad la trayectoria de la nave. Mientras tanto podemos patear un rato por la sierra y de paso juntamos madera para el fuego.
—Me está pegando la lija.
—En la heladerita de viaje traigo una tira de asado y un tinto.
—¡Muy bien!
Al volver de la caminata, además de leña traían un esqueleto de colchón de resortes para usarlo como parrilla. Así recibieron la noche, disfrutando un buen asado y un tinto sentados junto al fogón. Y no podía ser mejor, gracias al temporal el cielo acabó limpio y estrellado.
—A ver, si la luz viaja a trescientos mil kilómetros por segundo y la distancia a la Luna es de trescientos ochenta y cuatro mil cuatrocientos kilómetros, el Narval debería rebotar y volver en dos segundos con cincuenta y seis centésimas.
La Luna se acercaba al cenit. Roquesor se encaramó al Narval. Desde fuera Tatú sostenía con ambas manos el reloj luminoso con cronómetro regalo de Ariel Vera. Roquesor comprobó que todo estuviera listo y alzó la mano a su amigo a través de la ventana, posando la otra suavemente sobre la palanca del convertidor de masa. Se miraron mutuamente, concentrados, cuando la Luna estaba justo sobre el Narval la batuta bajó con la palanca del convertidor y el botón del cronómetro. La prueba duró un destello.
—Dos segundos, ¡clavado! —reporta Son Tatú ni bien el Golondrino abre la puerta—. Ya está, ¿no? ¡Volvamos a casa que el chiflete me está calando los huesos!
EL BIÓNICO MATA A SU HIJO
A tres centímetros (dos años luz en una dimensión normal) del planeta Malo, donde acababa de vender un contingente de niños genéticamente estables, Roquesor acampaba en un asteroide junto al Narval III, su enorme nave comercial. Arrimado al fogón contaba por enésima vez los mil galácticos, moneda recientemente unificada del Órgano Quinto a la que no terminaba de acostumbrarse. Acabó de comer un trozo de carne asada y se echó a dormir la siesta en una de las cavernas del asteroide.
Cuando sintió el silbido los tentáculos ya rodeaban su cuerpo. Aún conservaba el reloj de Vera, que apretando un botón muestra la fecha, según éste había ya pasado un siglo desde aquella tarde en que dejó la Tierra. El haber tenido que adaptarse a múltiples y disímiles entornos, entre otras mutaciones había sofisticado sus sentidos. Además del frío y húmedo tentáculo en su cuello, un silbido constante se mezclaba con la música y los aromas de aquella velada en el palacio, ¿cómo pudo haber mutado en esto aquella bonita tez azul?, era Varia, única hija de Asdrubal, rey del estado más rico del planeta Andur.
La atmósfera pobre del asteroide acabó despertándolo de la pesadilla. Del techo de la cueva colgaban pequeños roedores, similares a murciélagos, inmutables a pesar del silbido…
Vorgina se materializa
El silbido se acatarraba, aparecían las partículas dibujando la silueta de un joven. Alto y delgado, cabello largo y rubio, tez azul…, Roquesor no podía haber confundido la frecuencia con que vibraba su difunta esposa con la de otro ser que no fuera el hijo de ambos. La adrenalina acabó de despertarlo, ya tanteaba los botones de su bastón. El más grande, bajo el pulgar, accionaba una versión compacta del convertidor de masa que adosado a un traje de malla metálica suspendía en estado NON al portador. Lo rodeaban cuatro botones en cruz, uno por cada punto cardinal, que al accionarlos podía uno moverse en forma de luz en cada respectiva dirección con tal prodigiosa velocidad. Debajo del dedo índice estaba el que disparaba el láser, capaz de perforar o cortar cualquier material, por último un séptimo botón bajo el dedo mayor servía para proyectar hologramas que reproducían en forma y se movían al unísono con el portador del traje, quien en estado NON adquiría la apariencia de un holograma, lo que garantizaba el camuflaje. Única manera de permanecer en un sitio fijo o desplazarse a velocidad inferior a la de la luz, el estado NON hacía al portador inmune a los golpes, pero no a un láser, que aún podía quemar las partículas provocando heridas irreversibles. Igualmente, estos artilugios no le proporcionaban ventaja en el presente caso desde que su hijo contaba con la misma tecnología.
Los motivos del chico no eran del todo claros. El principal tal vez era que su abuelo materno, el rey Asdrubal, culpaba a Roquesor de haberlos abandonado. El Narval III, del tamaño de un portaaviones terrestre, había sido regalo de este viejo risueño, entusiasmado con el convertidor de masa, además que nada menos que la mano de su hija, había brindado a Roquesor lo necesario para que perfeccione su invento, ignorando que su flamante yerno había parado en Andur sólo para refugiarse. Porque Roquesor ya había hecho enemigos, algunos poderosos, como el emperador del Órgano Tercero, que no pudo seguir cobrando impuestos al dios de la Tierra cuando éste abandonó su puesto y se fugó con el Golondrino a peregrinar por el espacio. El suegro tenía razón, Roquesor podría haber ayudado de haber estado ahí, pero el inquieto Golondrino ya había reincidido en su vagabundear por el espacio y lejos estaba al tiempo en que el viejo sol de Andur alcanzaba su punto crítico. Cuando la inestabilidad de la atmósfera comenzó a anunciar lo inevitable, únicamente los ricos tenían acceso a los recursos para emigrar. Así fue que se culpó al avance tecnológico de la guerra de clases y a Roquesor de que la princesa Varia muriese en uno de estos altercados.
Más allá de todo esto, Roquesor tenía presente que, sea metafórica o literalmente, es ley natural que el hijo varón acabe matando al padre, por las dudas ya había presionado el botón de su láser que perforó el hombro de su hijo ni bien éste se hizo visible. Ahora flotaban enfrentados, ambos camuflados entre varias proyecciones de su propia imagen. Pero el joven ni imaginaba cuán singular era el personaje que ahora tenía en frente, quien distaba del que su madre había conocido en Andur aún más que éste del que habían conocido sus no‐discípulos en la Tierra; además de su hombro herido el joven sufría otra gran desventaja, en su caso de nada servían los hologramas, el Mutante podía oír su vibración, sabía cuál de todos los Vorgina era el auténtico.
«Estás cometiendo un error —al hablar, Roquesor dirigía su mirada hacia uno de los hologramas—. A tu edad yo también buscaba venganza pero ¡qué mejor venganza que el perdón!
Con el discurso distrajo al chico mientras se acomodaba la malla metálica que le venía apretando los huevos. El joven respondió atacando a uno de los hologramas. La carcajada del Mutante enfureció aún más al novato, quien comenzó a disparar su láser a ciegas derrumbando parte del techo de la caverna. En la confusión, el experto Mutante le hizo soltar el bastón con un golpe en la muñeca. El chico se materializó y cayó a plomo. El Mutante descendió a su lado y dejó caer también su arma. Llevaba años deambulando solo por el espacio, adivinó que el chico no había corrido mejor suerte. Ver un rostro similar al humano le recordó su infinita angustia.
»Humanidad, ¡qué lejos me encuentro hoy de tu regazo tibio! Aún recuerdo cuando cansado de mi soledad me culpaba a mí mismo, me achacaba errores, convenciéndome de volver a entregarme, de volver a confiar. Humanos, ¡miserables!
Al volver la mirada al joven su semblante volvió a la calma.
»Aunque, éste no es terrícola. ¡Y es mi hijo!
Pero Vorgina seguía viendo al enemigo, con sus últimas fuerzas atacó desenvainando una daga. Roquesor interceptó el antebrazo del chico antes que la hoja le llegara al vientre. Sus pezuñas de hierro oxidado desgarraron músculos y tendones, sosteniendo al chico del brazo lo alzó y se elevó a diez metros del suelo.
—No era delirio del abuelo, ¡realmente puedes volar! —su admiración ganó por un instante al odio al ver cómo su padre ganaba altura sin valerse del bastón.
—Poco cuenta lo que te hayan dicho de mí, hijo mío. Ya ni de tu mundo ni del mío soy —mira a su hijo a los ojos antes de rematarlo—, y comienzo a creer que a ninguno pertenezco.
EL CANTO DE LAS NEREIDAS
«No veo forma de zafar de ésta. Todo indica que aquí acabó mi viaje…
Se resignó Roquesor, aferrado con sus cuatro extremidades a la carcasa de un ‘colon’. Era vital ordenar su pasado en la memoria, que no era tarea fácil habiendo trascurrido ya más de dos siglos Vera desde su partida.
»Pude haberme equivocado al creer esto posible. No encuentro manera de percibir, de pensar sin razonar…
Ya había conocido extraterrestres de sobra como para saberlo; las manifestaciones del intelecto diferían de una especie a otra apenas en la medida en que difería su anatomía, especialmente sus sentidos y extremidades superiores, que condicionan los gestos y por ende los códigos. En ésta y en una segunda instancia en el lenguaje, el trasfondo de toda cultura respondía a los consabidos cánones.
Sobre esto reflexionaba Roquesor flotando aferrado a esta boya espacial o ‘colon’, como la llamaban los navegantes, eslabón de una cadena de trillones de años luz que marcaba un límite controvertido: el espacio mensurable. Curiosamente, esta frontera no presentaba obstáculo físico o tecnológico, de hecho ya la habían trasgredido decenas de intrépidos navegantes, no obstante los pocos que lograban regresar volvían esquizofrénicos, incapaces de dar reporte coherente. De ahí que se decía que lo que hubiera más allá de este límite superaba la comprensión.
Perseguido en esta ocasión por naves caza de Tilo, un planeta del Undécimo Órgano donde había bajado a robar supermercados, Roquesor se arriesgó a zambullir su enorme nave anduriana en un agujero negro de octavo nivel, ya traspasar uno de cuarto nivel no era aconsejable para este tipo y tamaño de nave y de conseguirlo no había forma de saber a cuál de las otras tres restantes dimensiones iba uno a parar. Las tensiones dentro del agujero acabaron destrozando la nave y escupiendo sus restos a lo incierto. Así acabó Roquesor, prendido cual garrapata a la boya espacial, provisto sólo de un tanque de oxígeno. Flotando ahora de espaldas al ‘no‐espacio’, se esforzaba por imaginar cómo sería este universo y si hallaría la forma de no enloquecer.
»¿Cómo eludir la lógica? Puedo crear, es decir recrear, reordenar los códigos, renovar las palabras, pero ¿cómo eludirlas?…
De pronto, el unísono de delicadas voces que parecían salidas de su misma conciencia se sumaron a su tormento:
Restaurando al Miguel,
El Ángel de la Capilla,
Con pequeñas espátulas
Y la furia escondida,
»Ahj, ¡¿Qué?!
Aun en la estable geometría,
Titánica reconstrucción,
Sutil albañilería… ¿Recuerdas?
»¡Aún no he cruzado el límite y ya pierdo la cordura!
Eres tú, el mismo,
En el cielo, arriba,
El cielo que nos mira…
¿Te acuerdas ahora?,
»¿Quiénes sois? ¿Qué sois? ¿Qué queréis de mí?
Tú eras aquél
Traidor creador, que sonreía,
Titánico esfuerzo
Recuperando colores
En la Capilla Sixtina.
»No tenéis posibilidad de engañarme. Perdéis el tiempo, no soy un ser normal.
Eres el mismo aquél
Que sonreía.
»Matadme, abominables ángeles, o retiraos de mi mente, antes que sea demasiado tarde…
Como Miguel,
Aquel Ángel,
¿Recuerdas?
Tú sonreías…
»¡Habréis caído al peor de los laberintos!».
—No somos fruto de tu imaginación, no estás loco, no exageres. A tus espaldas estamos, Páxarus Metálico. ¡Bienvenido seas a nuestros pacíficos prados!
—¿Qué? ¡Qué osadía! ¡Presentarse ante este viejo belicoso como coro de ángeles! Ja, después de todo vuestra valentía me agrada. Pero acercaos, quiero ver cómo sois.
—No, no. Para vernos, deberás librarte de tu yugo.
—Ah, bicharracos inmundos, no sois diferentes al resto de los seres, ¡me pedís confianza! Aun cuando mi sufrido corazón biónico cuenta aún con suficiente, ¿por qué debería seguir ofrendando algo tan valioso a cambio de desprecio e indiferencia?
—¿Has oído hablar de las nereidas?
—Sí.
—Pues ahí tienes después de tanto buscar tu bien merecida respuesta y recompensa.
—A ver. Dejadme entender… ¿Quiere decir que este universo es a nuestra psiquis un mar?
Con ojos ansiosos soltó la boya entregándose al vacío.
** End of the first chapter **